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Que la poesía aúlle como eco bramando en el corazón sangrante de la belleza.

Por el amor al poema

Por el amor al poema

Alejandra Pizarnik

Alejandra Pizarnik
La mejor "hilada" de la más bella poesía

Cumbre


 

Superficial


 

Sal amarga


 

El olivo


 

Pensares


 

Oquedad


 

Huella


 

Turbio


 

Transparencia


 

Frágil

 


La herida


 

Sombrío


 

Desdén




 

El tiempo


 

Umbría


 

Transición


 

Nada


 

Dolore


 

Eco


 

Clemencia


 

Casildo


 

Eternidad


 

Abismo


 

Postrado


 

Eclipse


 

Recuerdos


 

Hijo del mal

 


El Búho ciego

 

 


 

 El búho ciego


 

En la espesura abandonada de una noche ausente de estrellas, el silencio rompe los miedos de un invierno incierto. Un camino se abre agrietando los infiernos de la maldad, un sendero imaginario en la mente de un pequeño niño, que, perdido desde la mañana, busca la bondad de la naturaleza para llevarle a la paz de su desconcierto […] Hay lágrimas en sus ojos, y por su nariz corre un riachuelo mocoso de agitación. Le tiemblan los labios, y el corazón se convierte en un reloj defectuoso que lucha por no dejar de funcionar. Sus pies chiquitos -pues solo tiene un año- tropiezan torpemente cayendo al abismo de la madre naturaleza; fría y húmeda. Añora los brazos y besos cálidos de aquella que solo ha sabido hacerle sentir seguro desde que nació. Con la cara borrosa por la cascada que brota de sus ojos, se esconde en la oquedad de un encino de tres patas; acomodando el cansancio. Para engañar al frio, cubre su cuerpo con las hojas que alfombran el suelo. Cae en un sueño profundo, y duerme durante unas horas. Todavía era de noche cuando escuchó algo que hizo que sobresaltara. Empujó su pequeño cuerpo contra la corteza fría del encino. No es que fuera un sonido desagradable, pero rompía el silencio y, eso le aterrorizó. Inmóvil durante un buen rato, sintió que algo cubría su cuerpo, proporcionándole un calor agradable. Petrificado en la oscuridad de la noche, quedó durante horas; pero el miedo empezó a desaparecer. Cuando se atrevió a abrir los ojos, vio dos luces redondas enormes, como los faros de un coche. Se quedó mirando impasible, como hipnotizado. Eran del color de la espuma de los mares; de un blanco inmaculado. De vez en cuando desaparecía la luz durante ratos, de manera intermitente. Yoel -como se llamaba el niño- sintió un interés infantil, una fascinación, una sensación de agrado y confianza. El alba iba haciendo cabida en el cielo de manera simultánea, bostezando a ratos, mientras se ponía su mejor traje en aquel domingo descuidado. Debajo del encino de tres patas, seguía Yoel, arropado por las alas de un búho ciego que dormía plácidamente.

 

Fin

Rosa amarilla

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